Ayer por la tarde, paseando por la avenida donde mis padres viven, llena de escaparates donde decoro los relatos de los que yo misma me convierto en la protagonista...compro anillos, pendientes y algún reloj de oro...o de plata...luego me doy cuenta que les tengo especial aversión a los relojes. Siempre me ganan el pulso, nunca mejor escrito. Me limitan. Así pues, los regreso al mismo escaparate donde los encontré...me cruzo de acera y compro algún tejano o cinturón. Un vestido corto, muy corto, egoístamente corto, porque en mis relatos tengo las piernas flacas y muy muy largas… Cruzo una calle perpendicular paso al escaparate donde renuevo el mobiliario de casa, un biombo con la Marilyn de Warhol, lámpara retro, estante popero en naranja acharolado...y me voy a por la Harley de enfrente... continúo descendiendo la avenida y me topo con la madurez y… también con la iglesia. Unos maniquíes con el prototipo mujer cilindro (que mande güevos) exhibe la antítesis de lo que me gustaría resultar dentro de diez o quince años. Junto, un inmaculado vestido de comunión, preludio de la primavera, del carnaval social y de la pubescencia. Ahí no me compro nada....Aquí si. El escaparate de la perfumería me refleja que el día resultó duro, y que el rimel no está en su sitio. Las horas pasan también para él y este se escurre de las pestañas. Que en los labios no me queda nada, ni besos, y que no huelo como cuando salí de casa hace ya once horas. Hago un auténtico trabajo de restauración, empezando por una hidratación con lancôme, maquillándome los labios con lo último de max factor y perfumándome con unas gotas de Gucci...todo esto mientras espero encontrarme con mis hijas.
Así descubrí ayer, a eso de las siete de la tarde, la longitud de los días. Su luz.
El día anterior otro despertar me sacudió. Hacía días que no coincidía con una de mis hijas por nuestro compartido mundo del baño, de amplio uso, donde los extremos del pudor se atropellan y van transformándose en irreconciliables. El descubrimiento me hizo un viaje en el tiempo, sin cinturón de seguridad y a una velocidad vertiginosa. Como en una de esas regresiones que pone en práctica la psicología conductista, la primera parada del descenso la hice en la primavera de mis 30 años, cuando inevitablemente una parte de ella se convirtió en adulta sin pedirlo, sin quererlo, sin comerlo ni beberlo…En la siguiente parada yo tenía 25 primaveras y P. contaba con siete meses, a modo africano, anudada con un pareo a mi espalda, ambas éramos una. Salíamos y entrábamos, llorábamos y bailábamos, dormíamos y trabajábamos, incluso hacíamos deporte, pero siempre una. Ella, era y es la magia de mi vida, de mi espacio y de mi ser. Quienes la conocéis, quienes sabéis de sus ojos….Continué descendiendo. El verano anterior, con mis 24 años, ella salió de mí oliendo a carne, mejor vísceras, como cuando entras en una casquería, y bastante fea, pero con la sonrisa más satisfecha que nunca antes hubiera visto, ni muchísimo menos imaginado. Agradecía y reconocía así que el trabajo y el esfuerzo de ambas había merecido la pena…
El descenso, y mi paseo por el barrio donde mis hormonas se transformaron, continuaba, arañando las paredes de mi vida en un intento de hacer escala en mi pubis. No lo conseguía. El caso es que hace un par de meses Cinthy, Antonio y yo recordábamos públicamente nuestro primer orgasmo…voilà, todo quedaba reducido a cine, hay quién despertó la lívido con el género histórico “Yo Claudio”, o con el de terror “La niebla”, y quién como yo, en su día prefirió una comedia de suspense con enormes ojos azules, los de Paul Newman que me excitaron hasta obtener “El Premio”. Mi premio. Ese primer, desconcertante y maravilloso orgasmo…Posiblemente carecer de referencia cinematográfica entorpezca la labor, pero no, hoy no me resulta nada fácil reconocer el origen del que hoy es…aunque Isa “la prima”(amiga y esteticista) se esfuerce en simularlo.
Yo lo miraba y P. lo cubría sin atender la importancia que dentro de 25 años, frente a estos u otros escaparates, le concederá para poder reconocerse.